Inauguramos el blog de Letras Inquietas con una entrevista al historiador Sergio Fernández Riquelme, autor del libro Guerra justa: Legitimaciones políticas y geopolíticas publicado por Ediciones Ratzel.

¿Por qué un libro sobre las legitimizaciones políticas y geopolíticas de la guerra?

Porque los sueños no se deben confundir con la realidad, política y geopolítica. En un mundo donde las guerras parecían solo terreno de películas y videojuegos, donde la muerte se esconde en medios y mentes y donde el dolor se apacigua con una pastilla, el fenómeno más extremo del «polemos» sigue surgiendo en los márgenes de las sociedades hedonistas del bienestar («terapéuticas» las anunció Rieff), supuestamente pacíficas pero que en gran medidas las financian o provocan en sus neocolonias, o regiones de interés, para seguir manteniendo su nivel de vida. Y, además, en el corazón de esas mismas sociedades del «primer mundo», formas de llamada guerra cultural, abiertas o solapadas, se suceden llegando a la violencia verbal más brutal, a divisiones crecientes, a la censura más justificada o a discursos de odio sin freno, anunciando posibles enfrentamientos civiles o étnicos a medio o largo plazo. Por ello sigue siendo necesario estudiar los argumentos de los unos y los otros en batallas militares no tan lejanas, y en batallas culturales, con implicaciones institucionales y sociales, no tan poéticas.

¿Existen las guerras buenas y las guerras malas?

Según quién la inicie, la sufra y, sobre todo, la gane. Como suele decirse, los vencedores escriben la historia, y son los que dejan para la posteridad la razón, la causa, la legitimidad última de la guerra donde vencieron. Desde el punto de vista ético, puede estar claro en función de consideraciones religiosas («no matarás») o morales (inscritas en el Derecho Internacional del siglo XX), pero desde el punto de vista estrictamente político, la guerra es un instrumento puramente funcional, y el más extremo, para vencer o convencer por la fuerza (de la auctoritas a la vis). Porque incluso el supuesto neutral y objetivo Derecho Internacional se aplica, en determinadas ocasiones, con criterios ideológicos o parciales, por quienes lo redactaron al vencer. Lo vimos el Kosovo o Iraq, lo vemos en Palestina o el Sáhara, y lo podemos entender claramente cuando el democrático presidente francés se reúne, de forma más que amistosa, con el dictatorial rey saudí, responsable de vulneraciones de derechos humanos a nivel interno o de ataques ilegales a su vecino yemení a nivel externo.

La categorización de una guerra como justa o injusta, ¿se basa en cuestiones morales y/o éticas o en una gestión mediática más o menos acertada del mismo?

En ambas dimensiones, que están interrelacionadas más que nunca en el mundo posmoderno. La invasión de Iraq, a mi juicio, marcó un antes y un después en esta era contemporánea. Se abrió una nueva caja de pandora, ya anunciada por la cruel desintegración de Yugoslavia, que desmontó las bases futuras de respeto de la supuesta legalidad del Derecho Internacional. Todo valía para justificar la bondad de una guerra, acabar con el mal o implantar una democracia. Y eso nos remitía, otra vez, a la que se consideraba como superada ley de vida bélica, ante bellum, in bello y post bellum: el poder del más fuerte. El más despiadado en las viejas trincheras o el más duro en las nuevas redes sociales. Porque el impacto de las nuevas formas de propaganda nos muestra, con gran realismo y mayor efecto, las campañas de siempre para legitimar al que invade y al que es invadido, al que es agredido y al que se siente amenazado, al que quiere tomar el poder y al que se aferra a él. Y en esas redes, la pugna continúa para alzar la voz sobre la justa posición o para intentar callar, linchar o cancelar al que piensa lo contrario. En ellas, tan omnipresentes, hay que tomar posición absoluta por la causa moral legalmente superior, de forma inmediata y clara en la retaguardia pública, luchando a degüello por esa razón. Lo vemos ante las luchas tan próximas en el espacio postsoviético o en la tierra tres veces santa.

Carl Schmitt escribió que la política se basa en la distinción del amigo y del enemigo. ¿Quién es el amigo y quién el enemigo en las guerras híbridas del siglo XXI?

«Freund und Feind». El que está conmigo o el que está contra mí, muchas veces por encima de supuestas similitudes ideológicas o lealtades históricas. Siempre prima el interés decisivo del «poder soberano», por valores proclamados o por recursos reales. En el Eje Euroatlántico, sus amigos son las democracias llamadas avanzadas (pero también los dictadores que ayudan en sus proyectos o colaboran económica o diplomáticamente, de Marruecos a Arabia Saudí), y sus enemigos aquellas potencias tiránicas que plantean modelos alternativos y amenazantes, con capacidad de influencia, a nivel regional o mundial y que pueden romper su lógica hegemonía; y, en el Eje Euroasiático, los primeros son aquellos aliados más democráticos o más autocráticos que defienden un mundo multipolar ajeno a la supervisión histórica, desde el final de la Segunda Guerra Mundial, de Estados Unidos, su ejército y el dólar, y los segundos aquellos que intentan implantar sus valores liberales-progresistas (occidentales u occidentalizados) desde dentro o desde fuera.

Los conflictos en Ucrania y en Oriente Próximo han dividido a la opinión pública occidental en dos mitades irreconciliables. Putin, Zelenski, Hamás o Netanhayu suscitan apoyos cerrados como odios enconados entre la opinión pública. ¿Ha existido siempre esta polarización extrema ante un conflicto o es, como otros tantos, un invento posmoderno?

Siempre, y siempre existirá. La polarización radical es la base argumentadora central de toda guerra, como instrumento político decisivo, en grado extremo para llegar a eliminar al enemigo físicamente (como en el caso de los conflictos étnicos o la «muerte del tirano») o de forma simbólica (mostrando la superioridad, o esa majestad ante la que arrodillarse, rendirse, suplicar). Polarización que conlleva no solo deslegitimar, sino deshumanizar, caricaturizar o despreciar al adversario, a veces desde odios reales y profundos, pero en muchas ocasiones solo como estrategia clásica para movilizar y desmovilizar, motivar o desmotivar, asustar y no ser asustado. Necesitamos al malvado, al chivo expiatorio, al eje prohibido, a la amenaza existencial. Siempre se ha recurrido a ellos, y los poderes globalistas y soberanistas también acuden a los mismos, aunque en nuevos formatos y con los relatos propios del momento, en este caso más y más victimizadores.

¿En qué se parecen y en qué se diferencian las guerras de la antigüedad con las contemporáneas?

Se diferencian en los medios, fundamentalmente. El punto de inflexión técnico, y por ello masivo, del fenómeno bélico fue la Primera Guerra Mundial (con sus pruebas en conflictos previos como en la lucha británica con los Boers o en la rusa contra el Imperio Otomano y sus aliados). Hasta la Gran Guerra, las batallas eran más pomposas y limitadas, parte del universo mental de jóvenes y no tan jóvenes, y medio normalizado de cambiar el poder o ampliar las fronteras. Pero desde 1914, el impacto industrial de la técnica lo va a cambiar todo, inaugurando una época donde los avances mecánicos más brutales provocarán matanzas y destrucciones directas como nunca se han documentado en periodos bélicos, coronado con la posibilidad de destrucción planetaria con el uso de armas nucleares. Superado ese extraordinario y exterminador Rubicón del siglo XX, el nuevo milenio parecía regresar a cierta moderación, con luchas más localizadas y, hasta cierto más clásicas, aunque con innovaciones tecnológicas punteras para matar a distancia o luchar desde una oficina.

Y se parecen, desde la noche de los tiempos, en la presencia recurrente de ese «jinete rojo» dentro y fuera de nuestras fronteras, como fantasma vital o como destrucción real. Porque pese al sueño de la paz perpetua y universal, como buscaba la irenología, los recursos siempre son disputados, los odios no desaparecen fácilmente, y las fronteras cambian sin que nos demos cuenta. Se cambian caballerías por tanques, aviones por drones, folletos por tweets, pero, por desgracia, la guerra seguirá siendo ese instrumento político extremo persistente que perpetúa o cambia un espacio vital. Porque, pese a periodos de cierta paz más o menos generalizados, siempre reaparece, a veces cuando menos se espera, obligando a prepararse material y doctrinalmente de forma acelerada, ya que alguien o algo nos ha declarado como su enemigo, incluso mortal.

Aquellos que atizan el fuego de la demonización del enemigo, ¿buscan, aunque sea de manera equivocada, resolver los conflictos de una manera más rápida, siguiendo la máxima del «Si vis pacem, para bellum»?

Sí y no, dependiendo del contexto. Unos quieren terminar rápido con una amenaza o demostrar a velocidad de vértigo quien manda, rindiendo cuentas a su opinión pública cambiante y minimizando bajas individuales; pero a otros les interesa, o están acostumbrados, a la persistencia de la tensión, a la barricada permanente, al desgaste profundo como forma de legitimación, al sacrificio colectivo o la dominación a largo plazo. A nivel general, en Occidente parece que la paciencia tiene un límite y los resultados tienen que ser inmediatos, pero en Oriente, como contemplamos, los tiempos pueden diferentes y los objetivos pasan de generación en generación, con venganzas que permanecen por los siglos de los siglos.

Desde la noche de los tiempos, la guerra aparece como ese instrumento político radical para distinguir entre amigos y enemigos. Y en cada contienda, de la más antigua a la más actual, los bandos en lucha reclaman legitimidades políticas y geopolíticas, entre lo ético y lo estético, tanto en el ataque como en la defensa. Porque no solo se lucha, y se luchará, por más territorios o recursos, sino también por demostrar quién tiene la razón cuando el jinete rojo del apocalipsis regresa.

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