El orden mundial establecido en 1945, tras la derrota del Tercer Reich, está a punto de llegar a su fin. Dicho esto, en 2024, huelga decir que el final de una era geopolítica puede asemejarse a la agonía de un ser humano individual.
Aquejado de una enfermedad incurable, es como un mal paciente que, lejos de reconocer la inminencia de su muerte, emplea sus últimas fuerzas en hacer infelices a quienes conviven con él y esparce así el aliento de la muerte por todo su entorno. Esto es lo que le ocurre hoy al enfermo Occidente.
El imperio yanqui consiguió implantar su orden mundial en 1945, su pax americana, pero lo hizo de forma incompleta y con un importante contrapeso: el comunismo. Fue la Unión Soviética la que realmente liberó a Europa del terror nacionalsocialista y fascista. Fue este «imperio comunista» el que consiguió unir a muchos países en el proceso de descolonización y emancipación, creando así un Segundo Orden Mundial que desbarató las pretensiones universales de los yanquis. El régimen comunista soviético demostró una capacidad titánica para defenderse de la agresión angloamericana más que posible en 1945 o poco después. Tras sacrificar millones de vidas de rusos, eslavos de otros países y personas de otras etnias asiáticas vinculadas a Rusia, la Unión Soviética no estaba dispuesta en absoluto a dejarse invadir y colonizar por las potencias angloamericanas.
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Con un enorme coste en vidas y libertades, los soviéticos escaparon a la Tercera Guerra Mundial, continuación inmediata de la Segunda Guerra Mundial, una guerra nuclear que ya se había imaginado en la mente de los planificadores occidentales incluso antes de que Hitler se quitara de en medio y los alemanes se rindieran. Una vez derrotado el nazismo, había que derrotar al comunismo, aun a costa de devastar el «viejo continente». Rusia, la eterna y santa Rusia bautizada y amplificada en la Unión Soviética, nos libró de él.
Pero a la luz de esta historia, no debemos pensar que las consideraciones ideológicas eran prioritarias. En la ciencia geopolítica, la ideología como factor capaz de reforzar alianzas o configurar frentes de guerra es sólo eso, un factor. Este factor se «activa» en composición con otros, y en función de la configuración histórica, económica y política particular del momento, la ideología se moviliza y es una fuerza causal, por un lado, o es una retórica que puede olvidarse o, más bien, modularse, por otro.
Al principio de la Segunda Guerra Mundial, y en parte de su desarrollo, fue notorio el papel de las grandes empresas multinacionales estadounidenses en el apoyo a los «totalitarios» Hitler y Stalin. Tanto es así que era imposible hablar de una historia del «totalitarismo» sin situar este concepto particular en el curso general de la historia del capitalismo. El capitalismo, y en particular el capitalismo imperialista en su versión anglosajona, es la clave para explicar (en una medida materialmente significativa) aquellos regímenes que, una vez estallado el conflicto, fueron rápidamente demonizados tras ser pagados en dólares.
Los terribles demonios que fueron los «marrones» y los «rojos», que asolaron Europa y aplastaron las libertades occidentales, según las teorías de esa Disneylandia filosófica tan activa desde la Segunda Guerra Mundial, necesitaban también el petróleo y las finanzas de esos mismos occidentales que, entonces como ahora, repiten la historia del aprendiz de brujo. Ayer alimentaban a los pardos y a los rojos, hoy alimentan a los yihadistas.
Por otra parte, sabemos que los dos presuntos representantes del totalitarismo no occidental en el siglo XX, Hitler y Stalin, también fueron socios y aliados entre sí cuando les convenía, y dejaron de serlo cuando las condiciones previas a la terrible epidemia de 1939 dejaron de ser satisfactorias. Lo mismo puede decirse de los vínculos entre los dos «monstruos» y el capital yanqui. La ideología no es lo único que cuenta.
La construcción del término «totalitarismo» forma parte del armamento del Occidente liberal, un arma de conceptos y términos tan eficaz como el ejército estadounidense o la propia OTAN. Hannah Arendt y otros intelectuales exiliados en universidades americanas, intelectuales rusos y alemanes, en su mayoría judíos, han «vivido» de las rentas obtenidas por la palabrita «totalitario». Creados sobre la base de características puramente formales y muy abstractas (culto al líder, estatismo, militarización de la sociedad, partido único, etc.), los regímenes nacionalsocialista, fascista, bolchevique y otros fueron agrupados, a pesar de sus abismales diferencias. Pero esos mismos rasgos genéricos y formales se utilizaron de hecho para adornar el verdadero significado de la palabra: totalitario es, en realidad, para los ideólogos subvencionados por la Casa Blanca, el Pentágono y la CIA, sinónimo de régimen antiliberal. Todo lo demás es irrelevante: significa un régimen no liberal que no está sometido a la dominación yanqui.
Esta sinonimia es una de las claves de la fundación y comprensión del Orden Mundial nacido en 1945 y de la reanudación de la Guerra Fría (o Tercera Guerra Mundial inacabada), la guerra que comenzó en 1949, cuando se fundó la OTAN. A fin de cuentas, más allá de los rasgos puramente formales que buscan similitudes entre un régimen nazi y un régimen bolchevique, más allá de las ideologías, lo que han concebido pensadores como Arendt, Popper y los francfortianos es precisamente esto: una imagen negativa del régimen capitalista occidental, a su vez esencialmente totalitario. Todo orden mundial necesita esta imagen negativa para designar, identificar y fundir enemigos, y los nuevos amos de Occidente lo han conseguido con una eficacia asombrosa.
Una vez caída la Unión Soviética, y con ella el «bloque rojo», en un proceso muy rápido entre 1989 y 1991, el hegemón de la primera teoría política, en términos de Douguine, se encontró sin la segunda (socialismo y comunismo). El imperio yanqui utilizó entonces todo su arsenal filosófico y político acumulado en la posguerra y durante la Guerra Fría: el fascismo (la tercera teoría política) debía ser la única alternativa al mundo «libre». Así de simple: liberalismo o barbarie, y la barbarie universal es el fascismo. Cualquiera que no fuera socio y amigo del imperio yanqui podía acabar con la infame etiqueta de «totalitario». Eran sociedades cerradas, donde no se aplicaban las reglas del juego limpio liberal.
Lo vemos ahora: la democracia rusa, multipartidista y con elecciones periódicas, es una «autocracia» y Putin es presentado como un nuevo zar o un nuevo «padrecito» (como Stalin). También se califica de totalitaria y autocrática a la República Popular China, un país donde el gobierno está infiltrado en la propia sociedad a todos los niveles a través de un Partido Comunista Chino y otros partidos diferentes, todos leales a la nación, a diferencia del español, y donde ninguno de estos partidos tiene la motivación de ganar elecciones y trabajar para los lobbies. Bueno, eso también es totalitarismo….
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Por supuesto, cualquier sistema político que se haya enfrentado al poder norteamericano, a la OTAN y a las reglas del juego del Occidente «demo-liberal» tendrá características totalitarias sucias y malvadas según el diagnóstico de los cuarteles generales de la inteligencia demo-liberal, ya que esta categoría, supuestamente equidistante en Arendt o los francfortianos, así como en el resto de la inteligencia de la OTAN surgida después de 1945, se utiliza para todo.
En la actualidad, el imperio yanqui y sus instrumentos son una potencia que se retira de muchos escenarios, deseosa de reunir reservas para el conflicto con China en el Pacífico. Esto ha dejado a Europa con peones ridículos que disertan sobre el totalitarismo en los mismos términos en que Occidente definió tal construcción política. Borrell, von der Leyen, Macron y compañía. Encontramos todos los ingredientes: represión de la disidencia, censura en Internet, amaño de elecciones, creación de corsés ideológicos (rusofobia, la OTAN como ideología, Agenda 2030, promoción de las minorías «arco iris», etc.). Totalitarismo del mismo tipo que el de sus rivales.
Pero frente a estos ridículos peones, que algún día Washington sacrificará, hay todo un bloque en movimiento (potencial, pues aún necesita integrar a muchos más) de países muy diversos en su tradición, su clima espiritual, sus sistemas ideológicos, que no se dejan intimidar por el sambenito que tanto parece condicionarnos a los occidentales, y esos son los BRICS.
A nivel local, por ejemplo aquí en España, muchos pensadores todavía se dejan condicionar por esa especie de policía del pensamiento que grita e insulta en las redes sociales: que te tomen por «fascista» puede suponer una especie de muerte social para algunos personajes públicos, siempre que la víctima sea tímida o tenga una mentalidad provinciana, para la que prima el entorno local de los lectores. Sin embargo, cuando pensamos a escala global y el pensador ve el amplio horizonte del mundo, donde un imperio «totalitario» como el de los yanquis declina y avanza un mundo potencialmente más libre y diverso, el sambenito se convierte casi en una insignia de honor: ladran los perros, pasa la caravana.
Carlos X. Blanco
Doctor y profesor de filosofía